Reflexiones líricas
(Introspecciones a través de un bolígrafo y otras formas de desnudo)
Luna de arcilla
Mario tiene plumas de gaviota en su furgoneta, aunque donde él vive no hay mar. O quizás precisamente las tenga por ello. Una a cada lado del salpicadero. Un primer paso para echar a volar. Encontró las plumas entre las rocas de la playa a la que nos dirigimos, aunque él, pese a ser quien conduce, todavía no lo sabe. Además de las plumas, en el salpicadero tiene un libro cuyo título advierte: las casualidades no existen.
Un mes después, toca la guitarra mientras yo escribo a su lado. La guitarra de Mario tiene tres cuerdas. En realidad tiene cinco, pero solo usa tres. La cuarta y la sexta están demasiado desafinadas y la quinta cuelga del mástil, mecida por una suave brisa que sube de las orillas del embalse, igual que el pelo que crece de su nuca en largos mechones. Así que la guitarra de Mario tiene tres cuerdas. Pero no necesita más. Con él aprendo que no se necesita mucho para alcanzar un estado parecido a la felicidad. Un colchón en el maletero, un par de cervezas en una nevera portátil y un lugar tranquilo en el que aparcar.
La razón de ser inteligente
Me preguntas con ojos grandes, cerca de mi cara, de dónde viene mi inteligencia. Me preguntas por el origen de una elocuencia que cultivo por inercia, sin haberme parado nunca a cuestionarme una pregunta tan sencilla de articular y de respuesta tan compleja:
¿por qué?
Quizás trabaje esa inteligencia con el ahora no tan inconsciente objetivo de, dicho de manera sencilla, entender. Entender por qué me pesan los párpados, si es por el sueño o por el llanto, si el llanto es por alegría o precisamente por el miedo a su ausencia.
Entender.
Entenderme.
Entendernos,
a todos nosotros
y a lo que nos rodea.
Quizás me guíe la falsa ilusión de que una ampliación de mi léxico me ayudará a comprender lo que siento, cómo funciono. No es desconocimiento, no es incertidumbre, es que no encuentro la palabra exacta y es que ¿qué mal cobra real existencia sin nombre? Una dolencia sin definición permanece en nuestros nervios de manera indefinida.
Eso es,
me faltan las palabras,
y ¿dónde encontrarlas?
Pero los libros no solo alimentan mi elocuencia. Las historias me abren puertas, me ofrecen las herramientas con las que no solo pienso, no solo hablo ni imagino: construyo.
Construyo una narrativa que llena el vacío de esas sensaciones por definir. Construyo un sentido aún no alcanzado, un bálsamo que alivia, pero no termina de sanar. Un ungüento denso que salva la distancia entre el conocimiento y el miedo por el mismo.
O quizás mi inteligencia sea en realidad una coraza, una barrera entre mis inseguridades y el mundo, una segunda piel que me protege de la desnudez pese a la ausencia de ropa. Eso explicaría esos momentos en los que mis palabras tropiezan cuando trato de explicarte cómo me haces sentir. Esos momentos en los que mi piel es solamente piel, piel que se eriza, y no hay bálsamo que proteja las heridas que abro para enseñarte. Mi inteligencia, en este sentido, no es mucho más que una tirita que cubre mi dolor.
Me preguntas con ojos grandes, cerca de mi cara, de dónde viene mi inteligencia. Y yo me pregunto adónde se va, dónde se esconde, cuando descubro que, últimamente, todo lo que escribo acaba en ti,
receptor inconsciente de mis palabras.
Reflejos
Repasaba el álbum de fotografías tomadas el último año cuando encontré un tema que se repetía con bastante frecuencia. Las recurrencias en mi obra ya se habían convertido en algo común. Aparecían de manera periódica y cada una me llevaba de viaje a un nuevo aspecto de mi personalidad. Esta vez, el objeto de la odisea que mantendría ocupada mi mente durante probablemente horas fueron los reflejos. Los había de todas las formas y colores y tomados sobre todo tipo de superficies: la ventanilla de un coche, el escaparate de una tienda, el caballete publicitario de una estación de tren, la pasarela de acceso de un aeropuerto, el vidrio de los cuadros de las galerías de arte e incluso el barnizado de una guitarra.
Mis reflejos favoritos eran dos. El primero fue tomado a finales de enero de 2020, sobre la superficie de cristal que protegía una fotografía en un museo de la orilla sur del Támesis. La imagen muestra mi silueta entre dos columnas ascendentes de un humo gris y denso. El fondo, sobre el que se proyecta mi imagen, es blanco. El humo parece envolverme, tragarme; o quizás yo parezca emerger de él. El segundo es más antiguo. Fue también tomado a finales de enero, pero con la diferencia de un año entero. En esta ocasión, la imagen fue tomada sobre el cristal de unos amplios ventanales. El día en que tomé la instantánea tuvo lugar una ciclogénesis que nos obligó a resguardarnos durante la mayor parte de la tarde. Fuera del Golfo Norte las gotas se enfrentaban en la más cruda de las batallas. Muchas chocaban contra la ventana y resbalaban rendidas e inertes cristal abajo. Otras se agitaban y daban volteretas en el aire como trapecistas de circo. Las más atrevidas desafiaban las leyes de la gravedad y, cuando parecía que iban a precipitarse contra el suelo, volvían a elevarse a lomos de una ráfaga de viento. Las palmeras se agitaban nerviosas, sujetándose desesperadas a la tierra. En la foto las luces del bar brillan como cuerpos celestes suspendidos en el aire y las palmeras son apenas recortes en un lienzo azul, de un tono cada vez más apagado, arropado hasta el pecho por las nubes de tormenta que ahora se alejan hacia el mar impulsadas por el viento. Y en medio, mi silueta formando un todo con la tempestad.
Para cuando quise darme cuenta, me encontraba, una vez más, dando brazadas en el interior de mi mente. Pronto encontré en esta aparente obsesión por los reflejos un doble simbolismo altamente contradictorio. Por una parte, aquellas fotografías que mostraban mi propia imagen eran un fiel retrato del egotismo que, a juicio propio y de otras tantas personas, padecía. No obstante, mi rostro era imperceptible al ojo y mi silueta, a veces distorsionada, apenas reconocible. ¿No es acaso curioso que a una persona narcisista por naturaleza le atraigan particularmente las imágenes de reflejos en los que tan sólo ella y unos pocos la podrían reconocer? Quizás no fuera una cuestión de detalle y alta definición, pues todas esas imágenes distorsionadas componían una representación mucho más fidedigna que cualquier retrato, ya que mostraban algo más importante que la superficie de mi carcasa: su interior. Sombras, humo, el cielo de julio, un aeropuerto, una tormenta. Eso soy yo.
28/02/2020
Mar versus Leo
Una mañana de febrero desperté con el ruido de la alarma. Apenas recuerdo haberme movido para callarla. Tan sólo recuerdo que fuera de la cama el invierno amenazaba cortante y que el edredón y todas las mantas bajo las que me encontraba sepultada pesaban más de lo normal. La luz de la mañana hacía ya tiempo que había comenzado a colarse sigilosa por las ventanas y ahora iluminaba la habitación en tonos fríos. Deseando permanecer en la calidez de mi lecho unos minutos más, fijé la mirada en la pared a mi derecha y observé las fotografías que formaban un mosaico de recuerdos azules. Percibí, en un momento de lucidez, un factor común en todas ellas: el agua. De las dieciocho instantáneas, cuatro habían sido tomadas frente a la ría; las otras catorce, frente al mar. Este descubrimiento me elevó a un estado de reflexión casi onírico y, aferrándome al hilo de los argumentos que se tejían en mi cabeza, encontré una posible explicación a mi inevitable, casi preocupante, atracción por el mar, especialmente por el Atlántico.
Para desarrollar dicha explicación, debo recurrir a la astrología y ofrecer cierta información personal. La resolución de mi condena zodiacal fue determinada un 13 de agosto casi veintidós años atrás. Así, sentenciada a cargar sobre mis hombros y corazón el peso de un signo de fuego, dio comienzo una vida cuya protagonista sería la pasión, extendida a cada ámbito de mi existencia. Mi teoría es que, a pesar de haber tenido una corta vida, mis instintos, desgastados por la desmesurada intensidad de la pasión de mis planetas, me empujan hacia el mar, con la esperanza de que éste posea la habilidad de extinguir —si no completa, por lo menos parcialmente— este fuego. Quizás tras esta misma premisa se esconda también la razón de mi inclinación hacia el Atlántico, pues tal es la intensidad que me abruma en estos últimos años que un mar no es suficiente, y necesito, en su lugar, un océano entero.
16/02/2020
Máscara
Repasando mis relatos caí en la cuenta de la máscara de mis palabras. Mi proceso de escritura era habitualmente el siguiente. La inspiración solía sorprenderme en el gimnasio, con el sudor resbalándome por la espalda y entre la cavidad de mis senos, o mientras me encontraba con la cara hundida entre las páginas de algún libro. A veces me ha sorprendido fregando, inhibiéndome de todo ruido ajeno al de mi cabeza, lo cual más de una vez me ha hecho ignorar inconscientemente a mi amigo, que viéndome aclarar los platos me relataba sus hazañas del día a día. A continuación, anotaba en alguna parte, ya fuera un cuaderno, un folio cualquiera, el ordenador o incluso el móvil, la idea en cuestión. Esta idea la formaban frases y conjuntos de palabras que contenían la esencia de lo que más adelante compondría un texto completo. Entonces, una vez aferrado el cabo en medio de la ventisca de tramas y bosquejos surgidos del vientre de alguna musa desconocida, me disponía a desenredar la maraña de pensamientos con el fin de tejer una pieza consistente y con sentido. En todo este proceso me acompañaba el que ahora considero mi amigo fiel: el diccionario de sinónimos. Evitaba la repetición a toda costa, a menos que ésta tuviera fines estéticos, y me esforzaba por ofrecer en mis reflexiones una amplia variedad léxica. A menudo, me esforzaba en elegir los términos más arcaicos y rebuscados y ponía real empeño en escoger palabras que pendían de un hilo de su significado original. Enmascaraba mis ideas, ponía distancia, obligaba al receptor a escarbar entre letras y vocablos hasta dar con la esencia y el propósito de mi comunicado. Muchos creerán que no es más que una cuestión estética. Otros quizás, algo más sentenciosos, pensarán que se debe a un complejo de autoría elocuente. Yo misma creí durante mucho tiempo en tales argumentos. Hasta hoy.
Hoy, en uno de esos momentos en los que la inspiración salta de entre los arbustos y sorprende a su presa, me he dado cuenta de que la máscara con la que cubro mis palabras es la misma con la que a menudo cubro mi propia persona. Mírame, léeme, escucha lo que te cuento, acércate, pero no demasiado. Quítame tú la máscara, desnúdame. A mí me tiemblan demasiado las manos.
26/03/2020